miércoles, 12 de marzo de 2014

Yo la...




El hombre llegó unos minutos antes que ella. Se sentó erguido con vista a la entrada. Emocionado por el reencuentro.
La mujer llegó casi de inmediato. En un vestido sastre, blanco, elegante. Enormes ojos cafés, labios carmesí.

El hombre está semiacostado en la cama. Por el ventanal asoma el pequeño jardín, muy descuidado. El cuarto iluminado por un reflejo del sol otoñal.
No puede mover la mitad izquierda de su cuerpo; su reloj se ha detenido ese día, dos años antes, cuando un coágulo se desprendió y el trombo llegó al cerebro. Su habla es casi incompresible ahora. Los días trascurren en un lento goteo, la mente vívida atrapada en un féretro viviente.
Llega la comida. Le acercan la mesilla y la colocan a la altura adecuada.
La enfermera que lo cuida le parte la carne en pedacitos.
Un recuerdo robado a su vida o fruto de su incontrolada imaginación flota en su conciencia.
Hubo una vez que fue envuelto por unas manos pequeñitas, que...

...la mujer tiene unas manos pequeñas, se mueven ágiles, distribuyen los cubitos de queso y cortan en finos pedazos el aguacate y desmenuzan el chicharrón para la sopa de tortillas, colocándolos primero en el plato del hombre. El la mira sorprendido y al mismo tiempo con ternura agradecida. Busca pescar en su memoria si alguna vez alguien tuvo un detalle similar para él, pero no encuentra.
Vuelve a rozar con la mirada esas pequeñas manos, que involuntariamente envuelven y acarician su alma.
Platican y platican y platican. Ella ha vivido una trágica experiencia familiar extraña y dolorosa, él carga una pesada cadena de soledad.
Se acompañan a la salida.
Se despiden con la promesa de volverse a ver pronto.
Quizás...

La mujer viste de negro. Las manos en las bolsas del abrigo.
El hombre está acostado, vestido de domingo, los brazos cruzados sobre el pecho.


PDC