La noche de verano es particularmente tórrida. La corriente de aire entre la terraza abierta y las ventanas de la recámara apenas mitiga la opresión y aporta en cambio el ruido del eje vial, aún relevante a esas altas horas. Estoy acostado supino en el lado derecho de la cama. La lámpara del buró despliega una iluminación filtrada por el retículo de mimbre de la pantalla que proyecta irregulares cuadros de luz a mi alrededor. Miro el techo. El primer día que entré al departamento la inundación vespertina de luz y los techos fueron las razones que me convencieron de inmediato a rentarlo. En la recámara hay una bóveda catalana cuadrada, que descansa en un cajillo blanco que protruye unos doce centímetros sobre la pared. En el cenit, dos ladrillos apareados a lo largo, apuntan a dos esquinas opuestas. A partir de sus extremos cortos cientos de otros ladrillos inician un recorrido descendiente en doble espiral, simétrico, que avanza en sentido horario, limitando rectángulos cada vez más amplios, cuyos lados se curvan hacia afuera un poco más a cada vuelta completa. El resultado es fenomenal: en el centro, se me figura una gran cruz de Malta. Entre los brazos de la cruz, se despliegan arcos concéntricos de ladrillos de múltiples matices y tonalidades desde un naranja pálido hasta un ocre oscuro. En la pared de enfrente, donde la bóveda se une al cajillo, hay unas manchas de humedad blancas, irregulares, de aspecto calizo, con un puntilleo fino periférico.
La fatiga del día invita los párpados a cerrarse. Me alerta un frío improviso y percibo un olor pungente, me recuerda al del ozono. Advierto que no escucho ruido alguno, hasta el goteo del tiempo del segundero de mi despertador ha cesado. Ecos de silencio. Abro completamente los párpados. Del centro del techo escurre una línea delgada, de color verde brillante, de luminosidad creciente, que estalla hacia todos lados en hilos delgados blanquecinos que se ramifican y relampaguean, terminando en ensanchadas formaciones bulbosas rosas, que danzan en una espiral irregular. La temperatura sigue descendiendo. El olor se ha transformado, es ahora dulzón, afrutado. La ramificaciones luminosas se han vuelto iridiscentes, se ensanchan y fusionan poco a poco, adquiriendo una forma alargada, femenina, de dimensiones imposibles, ingrávida, resplandeciente, cubierta por un velo de suaves líneas curvas que adquiere tintes y destellos llameantes. Su rostro vagamente humano es como una proyección sobre la bruma en movimiento, cambia constantemente y todo su aspecto transmuta a cada instante aunque yo intento reconocer en él los ojos de muchos amores.
Por mi mente racional cruza la idea fugaz de estar frente a un espectro. Mas no tengo miedo: siempre he querido ver un fantasma, continuamente he deseado una prueba de la existencia de un incierto más allá. Me incorporo. El ser se avecina lentamente a mi, flotando a media altura, con su ígnea cabellera meciéndose y apuntando al techo empujada por intangibles corrientes. Sus extremidades son alargados destellos debajo de su manto.
La mujer-llama me envuelve por completo, penetra a través de mi piel y circula en mi organismo al mismo tiempo que percibo que me guía y me lleva a la sala primero y terraza después, en una danza oscilante. Quién eres? -interrogo, no se si con mi laringe o la intención. Estamos en la orilla. Quien eres?- vuelvo a preguntar?. Y mientras abrazados precipitamos al vacío su voz, no se si en mis oídos o sólo en mi cabeza responde:
Soledad.
Después...
...La Luz es inmensa.
PDC
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